SON CELOSOS LOS DIOSES

Son Celosos los Dioses de María Toca, I Premio Ateneo de Onda,  es una novela corta (68 páginas) liberada por su autora.  A quienes les atraen las historias intensas de amores difíciles y las novelas psicológicas, como a mí, les encantará. Junto a la pasión, se suceden pequeños «amores enrabietados», amores de paso. Es también la historia de un viaje, de un duelo aplazado y de la enfermedad del siglo, pero salpicada con algunas pinceladas de humor a pesar del trasfondo trágico.

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En Son Celosos los Dioses, Ana Salazar rememora su vida en una especie de extenso monólogo interior que luego resulta no ser tal, y sobre todo la huella indeleble que le dejó la relación que mantuvo con Manuel. La expresión de los sentimientos íntimos y las descripciones  (sobre todo las de Santiago y su catedral) son de gran solvencia: Debía tener el aspecto deplorable de los muertos vivientes, con la blancura cetrina del papel arrugado. Como si la sangre se volviera perezosa para llegar al rostro y la delgadez adelantara el rostro del difunto«.

Y una curiosa vuelta de hoja percibimos un poco más allá de la mitad, cuando la protagonista se dirige a la que será su autora, una vieja amiga que escribirá su existencia —y para ello le dará voz en primera persona— y que no es otra que la poeta y narradora María Toca. De alguna manera, todas las historias son autobiográficas y todas las autobiografías son ficticias. Es lo que tiene la memoria y el recuerdo, que se dan la mano en inquietante desproporción: Curiosa forma de cuidarme la de María. No se inmutó cuando le dije la causa y el fin de esta inmersión en la nostalgia vieja. Me prometió escribir una historia sobre nosotros, sobre mí y sobre Manuel.  La elegía con que casi inaugura la narración en la página 3 y que vuelve a cobrar vida en la 41 (entonces sabemos el porqué) nos humaniza a su alter ego y relatora: Pasar al otro lado, con cuidado, dejando un pozo y buen recuerdo; con sutiles maneras, caminar hacia los que nos esperan desde antes. Pasar al otro lado, no es amargo. Si en el más allá nos esperan nuestros seres queridos, el tránsito de esta vida nos ha de resultar más fácil, porque, aun cuando nos falle la fe, nos queda la esperanza.

Hay algunas erratas sin trascendencia (por ejemplo: los inexistentes capítulos 2 y 4, alguna tilde, la repetición del verbo trepanar en la página 34, cierto exceso en el uso de sustantivos abstractos adjetivados, alguna falta de concordancia en las personas segunda y tercera, sin que se pierda el hilo de quién habla o a quién se dirige…), pero indudables aciertos y preciosas citas, tan de mi interés. Y, en definitiva, el ritmo —en general lento y meditativo como corresponde— va in crescendo. Si al principio se puede llegar a hacer un poco reiterativa, es de esas obras que, con el paso de los minutos de lectura y de los párrafos, ganan y ganan más, nos involucran, nos absorben.

Aquí os dejos algunas expresiones de la novela que me han atrapado:

  • Siempre que estábamos juntos desatendíamos nuestro alimento. Adelgazábamos cuando nos reuníamos. Quizá nos pareciera que comer era bajar a un nivel que debido al vuelo prodigioso del deseo parecía rastrero.
  • Me decías entonces que si murieras no lo lamentarías, porque vivir lo que estábamos viviendo te compensaba de lo sufrido hasta entonces. Y repetías, como salmodia, la frase: “vivir lo que vivimos, Ana, salva a una vida. Uno se puede ir, porque ya lo sintió”. Yo me rebelaba. Se me enfadaba el alma porque cuando se es feliz no se quiere hablar de la muerte. Y yo no quería morir, y mucho menos que te murieras tú, aunque te daba la razón. Se podía uno morir a gusto después de vivir y de amar como nosotros.
  • Nos habíamos conocido en Madrid, en un andén de Chamartín, corriendo ambos en dirección contraria, chocando como dos críos, atenazados por la prisa y el desencuentro. La casualidad hizo que ambos llegáramos tarde, que los trenes salieran mientras recogíamos los enseres caídos y mezclados en el suelo: mi cámara de fotos con tus libros, mi maleta con tu macuto, mi periódico con tus gafas. La boina que protegía tu cabeza del frío de la sierra madrileña volteó sobre mi bolso, anidando dentro de él. Vimos salir ambos trenes, con cierto desamparo mezclado con la novedad de saber que algo acababa de pasar.
  • Sonreí, quizá por el sonsonete de su deje gallego que me parecía todo menos sofisticado. Una puede imaginar una aventura con un eslavo, con un americano, con un italiano o un francés, pero ¡con un gallego! En fin, me dije, la vida es así, nos sorprende como quiere.
  • Intente durante los días siguientes sumergirme en mi rutina. Volqué la furia y la rabia por la deserción en la ardua tarea de un trabajo desalentador, y la proximidad de unos exámenes definitivos.
  • Estamos hechos de gestos renuentes que conforman la personalidad, aún en los momentos más  definitivos. ¿Por qué y para qué cargué con el peso de un neceser que no hace honor a su nombre porque es innecesario? Una es como es, esclava de gestos, de manías y costumbres.
  • Te adoraban los alumnos. Te hubieran seguido al mismo infierno, y eso que eran adolescentes en plena explosión hormonal. Los entendía. Comprendía la confusa incandescencia de una edad en que no sabes, pero te crees poseedor del unicornio. Es la edad en la que no estás definido, por eso defines y delimitas con violencia los lindes, a veces invadiendo los ajenos. Pero se sentían entendidos y respetados por ese profesor que creía a pies juntillas lo que enseñaba. Te amaban y admiraban y tú amabas enseñar, sembrarles de dudas sin propiciar más certezas que las necesarias. Quizá por eso te respetaban tanto, jamás impusiste nada, solo caminabas delante de ellos abriendo paso.
  • Los lunes llegaba la rutina y los problemas acuciantes con insidia. La cotidiana calma de las cosas, que son tercas y se empecinan en torcerse. Por mucho que nos amábamos, había que pagar la luz, comprar comida y ropa. Y tú comenzabas el lento progreso hacia la desidia, al faltarte el alimento de tus clases, de tu ciudad, de tu historia, de tus piedras.
  • Comenzaste a trabajar bajo la batuta de mi hermano, que sacudió en ti el resentimiento de clase, de saberte libre. Sentías que te había comprado, que al corromperte a ti demostraba que todos éramos iguales, que su inanidad era menos notoria. Justificaba su mediocridad haciéndote mediocre a ti.
  • Y me fui a trabajar. Tranquila, como quien sigue un día como otros, sin intuir siquiera que el destino se torcería en un instante, que lo forjado en tiempo se quebraría por un leve soplo de la fatalidad. Sin temer ni el más leve desvío de un día que debiera haber sido como otros. Fue el día más trágico de mi vida y apenas pude preverlo. Más, mucho más que el de mañana, o el de pasado, porque fue el origen de todo. Tengo el convencimiento de que aquel funesto día comenzó el enemigo a levantar empalizadas en mi cuerpo y su labor de destrucción.
  • Tenía una salud de roca, según afirmaba la ciencia que no entra a valorar los estados de inanición infames de la mente.
  • Era tan amable, tan complaciente, que decidí convertirlo en mi marido en cuanto me lo pidió. Fue la única concesión que hice. En mi familia se celebró la decisión con regocijo, cosa que quizá debiera haberme puesto en alerta. Nada que les gustase a ellos podría ser bueno para mí. Entré en el engranaje de mantener unos límites de normalidad para amparar el desahucio interior.
  • Javier era un hombre bueno, sensato y aburrido. Tal como son los buenos yernos.
  • Me dijeron que la mente se ampara en un sopor tangencial para poder soportar el dolor. Que, para no quebrarse, se cubre con un halo de estrecha irrealidad. Así es. Apenas quedan recuerdos. (…) El peor momento era ése: los despertares. Recibiendo la sensación acuciante de volver a la realidad, de tener que coger el fardo dolorido de los recuerdos y cargarlos, de nuevo, en los hombros. Mi sueño era no despertar, no volver de la inmersión apocopada de la mente durmiendo.
  • Es una desgracia ser agnóstico, Anita. Vivimos desamparados ante el destino, por eso somos tan neuróticos. Los creyentes, los de verdad, los que se levantan al alba cuando suena la voz del almuédano y se doblan hacia la Meca, gozan del patrocinio del universo.
  • Eras intenso, como lo son los que intuyen que pronto abandonarán la vida. (…) Hay algo incierto, inexplicable, que une a los que mueren jóvenes. No es nada concreto, vanas señales que al producirse el óbito se recuerdan como señas inequívocas de la rara intuición que les aqueja. Como si quisieran comerse la vida a bocados, con hambre de vivir, con la intensidad de querer dar zancadas cuando los demás caminamos.
  • Porque los escritores somos pequeños dioses, ¿sabes? Cuando creamos, nacemos a los personajes.
  • Todos los duelos son parecidos. Lo que difiere son las formas de vivirlos. Nuestras respectivas personalidades. Tenemos el duelo que somos. (…) El dolor no sé medirlo, ¿qué es más? Lo que sí ocurre cuando se pierde a lo que se ama por encima de todo, es que una se queda entre ambos mundos. Ni aquí, ni allí. Se pierde el miedo a morir, a pasar al otro lado. No estamos aquí del todo, ni con ellos.
  • No era ni conocida ni condescendiente, motivo suficiente para impedirle la entrada en la feria de las vanidades literarias, que intuí le disgustaban un poco.
  • El rostro, me decía, cuenta a los otros la pena que inspiramos y que deben sentir.
  • Eluden mirarnos, como si fuéramos infestadas, eluden el miedo que les da que les recordemos la fragilidad de ser humano. La banalidad de una vida tan liviana que cualquier célula en displasia, cualquier virus desordenado, nos trastoca y nos quiebra. (…) Nadie quiere ver la fragilidad, cuando padece el síndrome de la inmunidad.
  • Aprendí a callarme para sobrevivir, pero a veces se me escapan los juicios. No pretendo pontificar, lo juro, pero si aprecio a la persona, como es el caso, me veo en la obligación de avisar lo que mi mente lee con claridad. Me sentiría culpable si no aviso, aunque la mayoría de las veces no sirve más que para apartarme y perder las amistades.
  • Tomaría el recuerdo como se apresan las mariposas con la red, sin miramientos.
  • Perseguía ideas para evadirme del compromiso.
  • La mirada de interrogación quedó ahogada en la resolución de no responder con que la contestaron mis ojos. Supo que cerraba la puerta de las confidencias.
  • Me educaron en la estoicidad de amañar los sentimientos no debidos.
  • Él quiso que volara, no se percató de que no tengo alas. Me enamoré locamente de un pájaro libre, aunque yo no podía volar.
  • La vida se escribe cada día, con los trazos espontáneos o meditados que llamamos decisiones.
  • Era como entregarnos el pasado, ese tiempo que no compartimos, al contarnos la historia nos regalábamos el tiempo de ausencias.
  • Esta tierra ha sido proclive a la marcha, a la huida. Galicia tiene más hijos fuera que dentro. Quizá por eso, los que nos quedamos tenemos las raíces clavadas en la tierra. Nos desgaja partir o nos desgaja quedarnos. Ambas cosas. Los que se van, choran por volver por lo que dejaron. Los que quedamos, choramos, por los que se fueron, por la perdida, por lo que no fue. Y así vivimos en una perpetua saudade.
  • No templaba el desconsuelo de la confidencia, tan solo acompañaba un poco.

Por todo esto y más os aconsejo esta lectura escrita con una prosa desgarradora y un tono limpio y fuerte, tras cuyos trazos no se esconde sino que se evidencia el carácter de una protagonista en toda regla.

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PARA SABER MÁS:

  1. En un determinado momento se nos dice que la protagonista lee “Viaje a los Cien Universos”, de la misma autora, María Toca.
  2. María Toca también dirige la excelente y cañera revista digital https://www.lapajareramagazine.com/.
  3. Y deja constancia de sus reflexiones y poemas en el blog personal: http://www.escrivivo.es/.